Con el huracán de cosas que estoy sintiendo, precisamente una destaca en el ojo de la tormenta.
El miedo.
Yo me asumo a mí mismo como valiente. Hay que tomar en cuenta, sin embargo, que difícilmente soy temerario. La mayor parte de las personas confunden valentía con temeridad.
Valentía es el acto de enfrentar tus miedos. De agarrarlos, envolverlos y ponerlos muy adentro donde no moleste. Temeridad, sin embargo, es no tener miedo.
Dos personas en un ascensor accidentado. Una claustrofóbica, otra no. Las dos permanecen calmadas y serenas por media hora. Una de ellas, la claustrofóbica, es valiente, la otra simplemente es temeraria.
Aunque este punto sea discutible, para mí tiene más mérito el valiente que el temerario. El valiente ejerce su voluntad para controlarse, para mantener la calma. El temerario no hace nada, simplemente está ahí, y se comporta como si nada pasara.
Soy demasiado cauto como para ser temerario. Las situaciones extremas me causan temor. Temor comprendido como ese chorro de adrenalina que te hace temblar las rodillas, te abre los sentidos y te hace sentir como si el tiempo se ralentizara poco a poco.
Mi ciudad es un caso. Me ha permitido probar las situaciones clásicas de miedo. Alguien drogado abanicándote un arma en la cara, amenazas de secuestro,estar entre un tiroteo con miles de personas alrededor, coleadas espectaculares en la autopista, peleas callejeras donde asoman cuchillos y nacen puñaladas. Para otras personas en el mundo, esas cosas son mitos. Para mí, han sido realidad, y más de una vez. No sé, a veces creo que lo que nos falta son carros bomba y la cacería del búfalo del Cabo para convertir este sitio en el paraíso de un thrill seeker.
Cada vez que recuerdo esos momentos, recuerdo que tuve miedo. Esa mano fría que te aprieta los intestinos, esa escarcha que te invade los poros, esa presión en todos y cada uno de los músculos de tu cuerpo. No puedo ser temerario, creo que pienso demasiado, y me quiero algo, también, como para no responder a las amenazas y peligros con temor.
Ahora, perder la compostura, eso es otra cosa. Miedo es señal de peligro, y los peligros se afrontan. Se afrontan cuidándote a tí mismo y a los demás que te rodean. Se afrontan eliminando la fuente del miedo o evitándolo, depende de lo que te dicte tu razón. Hay miedos para correr, hay miedos para saltar hacia adelante, y hay miedos para hablar tranquila y reposadamente. Hay miedos para ser bizarro, y hay miedos para ser astuto y listo.
El miedo es un estímulo, en esos casos. Te permite hacer cosas impresionantes, como preguntarle a ese tipo con la pistola si tiene novia o hijos, o decirle al tipo con el cuchillo que lo aparte y se quede quieto si no quiere salir lastimado. El miedo te permite discernir que es buena idea preguntarle al tipo de la pistola por su familia y amenazar al del cuchillo, y no viceversa. Te permite saltar dos metros en el aire hacia ese kiosko de allá porque escuchaste el silbido de una bala bastante cerca. Te permite creerle al policía que dice que viene a hablar contigo después de caerte a plomo por media hora. Te permite girar el volante en la dirección opuesta al coleo mientras sueltas los pedales y te relajas pensando que vas a endezarte en el carril otra vez, en vez de frenar para irte contra la defensa. Agarrar esa silla rápido porque esto se puso feo y son más y más grandes que tú.
Pero hay miedos diferentes. Hay miedos que no tienen nada que ver con respuestas a estímulos. Es como el miedo cerval a la oscuridad. A veces sientes miedo en circunstancias en las cuales tu razón te dice que no hay nada que temer. Son los miedos inconscientes, son los miedos emocionales. Son aquella masa de hielo que flota tras la punta del iceberg bajo el mar de la consciencia. Es tener miedo sin saber por qué.
Esos son los peores. Es como que tu organismo te advirtiera que caminas hacia una trampa que no ves ni vas a poder ver. No son controlables, no puedes reaccionar a ellos. Son esos miedos que te asaltan cuando estás solo en tu cuarto, más seguro que nunca. Los miedos a que te salgan mal las cosas, a que te lastimes a tí mismo, a lastimar a otros. Los miedos a no ser suficiente, los miedos a imponerte trabas, los miedos a sentir algo o no sentirlo.
Esos son realmente difíciles. Malditos miedos traicioneros.
Sin embargo, a todos les digo que hay que ser valientes. Incluso con menos asertividad, hay que enfrentar esos miedos y seguir saliendo adelante. Aferrarte a lo que quieres y a lo que te hace feliz. Es la única manera de enfrentarlos. Abrirte paso por tus propias líneas enemigas, afianzarte al piso y sostener tu posición, no importa lo que pase. Seguir lo que crees. Tener tu código y respaldarte con él. Recordar tus deberes, tus lealtades, tus creencias, tus ideales. Ningún miedo es invencible o incontrolable.
Como leí en alguna parte. Todos caemos y todos somos vencidos. No podemos salir victoriosos siempre, eso no es una elección. Sin embargo, siempre podemos elegir cómo caemos. Si me preguntan cómo quiero caer, con aplomo responderé que valientemente, como siempre.
martes, 3 de julio de 2007
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4 comentarios:
Te felicito me impresionó mucho la descripción que hiciste de tu amigo el japonés, eres muy expresivo y tienes unos bellos sentimientos, Dios está contigo y tu tíamamá también cuenta conmigo como con tu amigo
Wow!
Que buen post este Juan!
Muy bueno este post, Juan...finísimo.
Cuando pedía desesperadamente posts nuevos en mi comment anterior, jamás pensé que lo iba a amar más que a los otros. OTRO NIVEL DE POST.
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