Un pueblo al que haya que convencer para que vote no merece votar. He dicho.
No, en serio. Llevo más de una semana escuchando "campañas", "educativas", "gubernamentales", (nótese que el encomillado es intencional), "instando" a que la población para a votar. Todo un esfuerzo comunicacional mancomunado para alcanzar la meta de que la gente defienda sus derechos mediante el sufragio.
Oye, pero...¿Por qué?, es decir. Todos saben que hay votaciones. Todos saben que el voto es secreto, es universal, es blablablá. O sea, que pueden y deben ir a votar el 23 de noviembre. El que no quiere ir a votar, es por esa sencilla razón. Porque no quiere, porque no le da la real gana, porque no le sale de la bolsa escrotal, en otras palabras.
¿Entonces para qué carrizo se gastan 73480924108 bolívares fuertes en una campaña "informativa y educativa" para que la gente vaya a votar?, (nota del autor: el número es una composición matemática aleatoria y figurativa). Los que van, van, los que no, no. Es más, uno debe tener el sacrosantísimo derecho de no ir a votar, porque los candidatos son excremento, porque quiero descansar, porque no quiero hacer cola, porque no quiero pues, porque soy fascista y dictatorial y no me da la realísima gana de salir el domingo a votar porque NO creo en la democracia ¿No es la libertad de hacer yo lo que quiera superior a la supuesta "libertad institucional" del "voto"?
Esa dichosa "campaña" no es nada más que un lavado de cerebro, así de sencillo. Otra forma más de botar, con "b", el presupuesto nacional. Si no quieren votar, que no voten, que no se quejen, y que sean políticamente pasivos. ¿Es que acaso ahora no hay derecho a ser pasivo, sumiso, y respestuoso de cualquiera que se te quiera imponer? ¿No tengo yo acaso ese derecho a que sencillamente NO ME IMPORTE?
Postdata, para evitar discusiones cáusticas en los comentarios posteriores: Yo voy a votar.
jueves, 20 de noviembre de 2008
viernes, 7 de noviembre de 2008
El Imaginario
El calor es normal, como siempre en las primeras horas de la tarde. El ademán sencillo de extender la mano y el brazo hacia la calle se me ocurre automáticamente apenas identifico el letrero rojo, verde y amarillo detrás del amplio parabrisas. "Antímano- Montalbán-El Paraíso- Capitolio", rezan los carteles. La caja rodante se detiene, ruidosa y estrepitosamente, chirriando y quejándose. Es El Imaginario.
El ademán era innecesario. La parada es uno de esos improvisados puestos de control para los choferes, donde oscuros funcionarios anotan algo en una carpeta cada vez que uno de los imaginarios se detiene, para cumplir con una desconocida y rudimentaria burocracia. Asciendo el par de escalones que conforman la entrada a la caja, al vagón ambulante. Es irónico el ascenso, la idea de un descenso parece más apropiada para la situación.
En el reverso de la puerta, hidráulica pero que nunca funciona, leo unos variopintos mensajes, la bienvenida de El Conductor a los pasajeros del colectivo. "No sea burro, no se quede en la puerta", dice el primero, acompañado de la imagen animada del conocido burrito de Pixar. Otro enriquece la cultura con una aseveración extraída de la más pura expresión de la cultura popular urbana. "Te deseo el doble de lo que a mí me deseas". Muy útil para cualquier tipo de trato social, positivo o negativo.
Encaro por medio segundo al encargado de poner en marcha El Imaginario. Sempiternos bigotes adornan sus facciones, marcadas por abundantes líneas de expresión y coloreadas en tonos ocre claro. Viste una camisa que intenta ser formal, excepto por el simple detalle de que los botones están abiertos casi hasta el ombligo, y su cuello está decorado con un llamativo trapo de cocina de colores vivos, desteñidos por el sudor recibido. "Vamos, vamos, vamos". Como todos, está apurado. Tendrá cuotas de pasajeros que mantener.
Dos pasos más hacia adentro, hay un pasillo, afortunadamente vacío. Los asientos están llenos hasta la mitad. La mitad más cercana a la puerta, por supuesto, hay numerosas razones por las cuales se debe evitar el fondo de uno de estos imaginarios de carnaval. El calor es más hiriente el fondo, es más fácil convertirte en la presa de algún depredador urbano, y si El Imaginario es objeto de una repentina embestida de pasajeros que ateste el espacio, es muy difícil recorrer un pasillo lleno de cuerpos para salir.
Hay que revisar buscando puestos vacíos relativamente de prisa. Tienes menos de un segundo antes de que El Conductor lance El Imaginario hacia adelante, y la fuerza centrípeta del motor suele donar una buena sacudida a los pasajeros parados en el pasillo cuando la caja es propulsada por el desvencijado y quejumbroso motor.
Consigo un buen puesto, no está muy hacia al fondo. En una ventana, las únicas salidas visuales de El Imaginario. Por supuesto, el puesto correspondiente aledaño al pasillo está ocupado. La Señora Cincuentona que está sentada en él tiene varias bolsas de compra sobre su regazo, un corte de pelo bastante corto, pintarrajeado de rubio, que ella de seguro jura que la hace ver más joven, bastantes joyas baratas de fantasía que adornan su piel, y una actitud a la defensiva.
"Permiso", permito sin pensar, mientras me aferro al largo tubo de metal que funciona como único soporte en el imaginario para los desafortunados atrapados en las sacudidas provocadas por su continuos avances y frenadas. El tiempo parece detenerse cuando La Señora Cincuentona voltea a mirarme. Un rictus de desprecio nace en las comisuras de sus labios y se extiende por el resto de su rostro. Debo haber cometido hechos realmente deleznables para haberme ganado esa expresión, supongo en mis adentros. Sólo recuerdo haber pedido permiso, imagino que mis delitos fueron en otra vida.
El colectivo se pone en marcha, Demasiado tarde, la sacudida recorre mi cuerpo desde los pies hasta la mano que me sujeta a la barra. La Señora Cincuentona no modifica su expresión, sólo desliza su cuerpo hacia un costado, moviendo sus piernas hacia el pasillo, mientras se sostiene con la mano colocada sobre el respaldo del asiento de la próxima fila. "Permiso", repito, en el tono de voz más neutro que puedo obtener de mi garganta. La mujer voltea de nuevo su cara hacia mí. Su expresión se intensifica por momentos y parece preparada para hablar, hasta que mi dedo con una señal pausada le señala el brazo que obstaculiza mi paso hacia el tan ansiado puesto.
El brazo es retirado, no sin un chasqueo de dientes. Al fin el puesto. Me acomodo. Miro por la ventana. Una avenida caraqueña más, llena de gente. Calor, tráfico, muchedumbre. La Señora Cincuentona, a mi lado, sin verme se acomoda en su posición inicial, sosteniendo sus compras.
Primera parada. Otra mujer, La Anciana, asciende los peldaños. Sus manos cargan un par de bolsas de basura negras de contenido desconocido. Su espalda carga con al menos 75 años encima, en un cálculo conservador. La reacción inmediata es revisar si hay puestos libres cercanos, con la intención anacrónica, vetusta, adecuada y justa de cederle mi tan apreciado lugar. No es necesario. Otro hombre, mejor situado con un puesto que colinda con el pasillo se levanta. La Anciana toma asiento. No agradece, no bendice, sólo chasquea su labios desdentados un par de veces. La delgadez de sus piernas, manchadas por la edad, me impresiona, poco más que la corta longitud del vestido para una mujer de sus años.
Segunda parada. El Pregonero cumple su trabajo a conciencia. Enumera los destinos del imaginario con una rapidez impresionante. Apura a las personas listas para ascender al pasillo. La caja se llena. Los asientos se acaban. Los tubos se cubren de manos, de palmas. El Pregonero continúa anunciando la ruta, espera que se abarroten los nuevos ingresos para trepar al espacio que ocupa El Conductor. Voltea y parece detectar algo afuera de El Imaginario. "Soy el garitero de esta gente", anuncia con tono divertido a El Conductor, quien le extiende con una mano indolente unas monedas. El Pregonero toma su pago y asoma la cara por la puerta, voceando un nuevo código. "Agua a pie, agua a pie", repite mientras desciende de nuevo hacia la calle. Volteando hacia El Conductor finalmente explica: "Le cobro mil a cada buhonero por el aviso del agua". El agua son los policías que vienen a desalojar a los ambulantes, recuerdo haber escuchado.
Tercera parada. La Señora Cincuentona abandona el asientoa mi lado, dejándolo libre, mientras desciende con otros. En los escalones a El Imaginario se yergue una figura impresionante. Un cuerpo moreno, que parece tallado en lodo. Los pies descalzos y cubiertos de aceite y asfalto. Una singular cuerda de pabilo sostiene sus pantalones sobre la cintura. El torso, más digno de un atleta o un David que de un indigente, sólo está parcialmente cubierto por una camisa manga corta, manchada de sangre y mugre. La gente huye de El Hombre Sucio como la peste o la lepra. Su rostro, sin embargo, no demuestra un ápice de maldad o malas intenciones. No hay violencia grabada en sus facciones. Se tambalea hacia adelante, y asciende.
La razón del aura repelente es obvia, y asalta mi nariz violenta e inclemente. El hedor es desconcertante, no es ese olor característico a mierda o a cloaca. Tampoco es el hedor de la basura acumulada. No es el almizcle rancio de los animales. Es un poco de eso, pero hay algo más. El tinte a metal, óxido cobre viejo me da la clave un instante antes de que El Hombre Sucio se acerque un poco más. Sangre.
La Muchacha de Verde, parada cerca de El Conductor, huye de la aparición y ocupa el puesto a mi lado. Su cara con mezcla de asco, desprecio y resentimiento es evidente. Me pregunto si tengo la misma expresión, no puedo evitar sentir la incomodidad del vaho hediondo. Con ojo experto analizo. Hay manchas carmesí en la camisa. Suficientes para explicar el olor, no tan abundantes como para suponer que el hombre va a colapsar muerto a las puertas de El Imaginario. Suspiro aliviado.
La Muchacha de Verde voltea hacia mí. Veo sus ojos sombreados de un verde brillante y escarchado que combina a la perfección con el resto de su atuendo claro. Su mirada es de complicidad, como si yo fuera algún tipo de amigo, como si compartir el olor asqueroso nos uniera de alguna manera. El Hombre Sucio da pasos decididos hacia el pasillo. El Conductor grita, le pide, le demanda, le ordena que no entre. El tono es seco e imperativo.
El Hombre Sucio hace caso omiso. Entra al pasillo, ve un puesto desocupado y ocupa el asiento pegado a la ventana. Cuando pasa a mi lado mi análisis da frutos. Una cortada seria pero no letal corre a lo largo de su cuello. Otra herida similar se abre en la parte de atrás de su cabeza. Son los manantiales que gotean sangre sobre la camisa. El Conductor exige, sin parase de su asiento, que abandone El Imaginario.
El Hombre Sucio finalmente contesta. Asegura que va al Hospital de la Policía Metropolitana en San Martín, y que El Imaginario pasa por esa ruta, con ojos dignos que piden sin ser suplicantes, firmes sin ser exigentes. Describe su situación con un "tengo el casco abierto, los pacos me dieron". El Conductor repite mecánicamente sus prohibiciones mientras pienso por un segundo. No hay Hospitales de la Policía Metropolitana. No hay Hospitales en San Martín. Y además, la ruta del imaginario no pasa por San Martín. El Hombre Sucio es un Orate.
La Muchacha de Verde a mi lado hace un mohín. Aunque no nos hemos presentado, me habla como si fuera su hermano, "Ay mira, yo me bajo aquí", como si yo fuera a seguirla. Apenas volteo ya abandonó El Imaginario. La Anciana sentada detrás de mí dirije nuevas imprecaciones. Asegura que "los que estamos aquí", aunque habla por ella sola, tenemos prisa y queremos trabajar, que no estamos paseando. Las palabras de La Anciana destapan una consciencia colectiva, un murmullo anónimo y acusador de voces desaprobatorias, un coro de exigencias guiadas por el tono estentóreo del conductor.
Las pupilas del Hombre Sucio demuestran miedo por un segundo. Teme que lo desalojen por medios violentos. Yo no lo creo, no creo que nadie tenga deseos de acercarse más a El Hombre Sucio. Nadie lo va a lastimar, su propia inmundicia es su protección, aunque él no lo sepa. Con cara de tristeza y resignación El Hombre Sucio abandona el Imaginario, seguido de cerca por miradas acusadoras.
Intermedio. La Anciana habla apenas El Imaginario arranca de nuevo. Dice que le dá lástima, a lo que yo opino en silencio que le da lástima siempre y cuando no modifique su preciosa prisa. Que espera que sus hijos no terminen así. Que eso no era sangre, que parecía otra cosa. "Estos locos", dice. Hablo, Reseño la cortada en el cuello. La Anciana no la vio, pero hace como si no me hubiera escuchado. Al menos mis palabras la hacen mantenerse en silencio.
Cuarta Parada. El Tostonero asciende hacia el pasillo de El Imaginario con prisa, carga sobre sus hombros, en bandolera, paquetes llenos de tostones pegados los unos a los otros con cinta adhesiva ancha, industrial. Su camiseta está sucia. En las manos carga uno de los paquetes rellenos de plátano cocido, en la otra una pequeña cava de anime. "Agua, ajo y natural, uno a dos mil y tres a cinco mil", ilustra y describe su producto, de manera precisa, economizando palabras.
Nadie quiere tostones. Son salados, la sal da sed, y la sed da calor. La Anciana quiere un agua. El Tostonero le da su pedido y se cobra una cantidad exorbitante de dinero por una pequeña botella de agua. La Anciana le cancela solícita, sin quejarse por el precio escandaloso. Supongo que el servicio de llevar agua hasta El Imaginario vale el triple que el valor de la misma botella en la calle. Es El Imaginario, en todo caso.
Quinta parada. No existía en los planes de El Conductor. No está marcada en su ruta. El camino está bloqueado por unos conos y señales. Un toldo rojo al fondo y una multitud presagian lo que pasa. El conductor intenta desviar El Imaginario hacia una pequeña calle lateral. Varios pasajeros demandan que se detenga. Una procesión de ocupantes desciende de El Imaginario. El Obrero dirige una mirada en lontananza por la ventana hacia el toldo, y farfulla "Chávez se soltó el moño otra vez, qué lavativa con esa pandilla", antes de ser el último en abandonar El Imaginario en la esquina. Miro hacia el otro lado, veo un afiche sobre una pared. El Presidente me sonríe, sostiene un bate en posición de hacer swing. "Vamos con Todo", reza el letrero. Mi mente deambula sobre el juego de palabras de "Desviamos a Todos", imagino que por eso es que Chávez se está riendo cuando me mira en la foto, se ve que está gozando un puyero en la imagen. El pensamiento genera una sonrisa.
Sexta parada. El Imaginario ahora está medio vacío. El Dulcero trepa por los escalones cargando con una caja de Sambas. "Bueno, eres tú o soy yo, muerto de hambre, ¡Agarra la próxima!", grita hacia la calle. Rápidamente expone su caso. Da las buenas tardes. Exige que se le conteste. Se le contesta. El Dulcero asegura que no es necesario comprarle nada, que eso no es obligado. Pero añade que no hay que ser maleducado y aceptar el producto, verlo y devolvérselo. La cara de El Dulcero es un mapa de cicatrices. Una parece de puñalada. Me pregunto por qué hay que agarrar el producto y devolvérselo. El Dulcero vende barras de chocolate. Si la agarro, para no comprarla con este calor, se va a empezar a derretir, y el que la compre más tarde se va a comer el chocolate derretido e informe. Por eso nunca quiero agarrar los dulces, porque a nadie le gusta comer comida manoseada por otros. No creo que a El Dulcero le importe vender chocolates derretidos, sin embargo.
El Dulcero explica precios, al revés del agua, el chocolate es más barato en el Imaginario que en la calle. Asegura que la fecha de vencimiento está en la parte de atrás de las barritas, y que no están "podrías". Lanza un largo discurso acerca de la falta de educación, y me pregunto por qué. Cuando pasa a mi lado, me alcanza tres barras. Las agarro. "Samba Carlton" dicen. A quién se le ocurre vender chocolate con este calor. El Dulcero explica que hay que comprarlas porque son un producto Nestlé y Savoy. El Dulcero explica feliz, sin duda gracias al éxito de sus tácticas de extorsión y amedrentamiento, que la gente es educada. La felicidad dura poco cuando todos los ocupantes del Imaginario le devuelven las barras. Era mentira lo de que no era obligatorio. Igual se molesta. La paga con la Muchacha del Primer Asiento. Le dice que no lo vea así, por encima del hombro. Que los que no han pasado hambre no conocen la humildad. Que vaya a pasar trabajo de verdad para que aprenda. La Anciana murmura apoyando a El Dulcero. La Muchacha del Primer Asiento baja la cabeza, no contesta, y sorprendentemente le paga las tres barras. Realmente parece más humilde que El Dulcero. Estoy a punto de intervenir a su favor, encarando a El Dulcero cuando por fin abandona el Imaginario, guardando el dinero de su única venta.
Séptima parada. El Cremosito asciende. Es otra versión del tostonero y el dulcero. Lleva una cava. Anuncia su producto, helados de chupi y crema. El Conductor pide uno. Otros le secundan. El Cremosito tiene cara de bonachón, debe ser por lo gordo. Al contrario que los demás sonríe, atiende, agradece.
Octava y última parada. La mía. También la de La Muchacha del Primer Asiento. Se pone de pie con dificultad, debe ser por el exceso de peso, supongo en un principio. Me cuesta un poco darme cuenta de la prótesis de metal. Es que los jeans son engañosos. Me hago un lado para dejarla pasar tan pronto como los dos nos ponemos de pie y nos encontramos en el pasillo. Me dirige una mirada llena de orgullo, pero de rabia, como si mi concesión la insultara. Esta vez entiendo a la perfección y me niego a humillarla. El humillado soy yo, así que me adelanto y le extiendo mi pago a El Conductor. Pregunta cuántos. Mi inconsciente me traiciona, casi digo dos para humillarme más. Digo uno. El Conductor farfulla algo sobre la gente sin sencillo. Me da el vuelto. Desciendo.
Abandoné el Imaginario, el calor golpea mi rostro. La Muchacha del Primer Asiento desciende pocos segundos después. Mi inconsciente casi vuelve a traicionarme para extender el brazo, pero no en ademán de llamada a un Imaginario. Hago que espero para cruzar la Avenida. La Muchacha del Primer Asiento baja con cuidado pero sin pausa. Se aleja cojeando. Mañana será otro Imaginario.
El ademán era innecesario. La parada es uno de esos improvisados puestos de control para los choferes, donde oscuros funcionarios anotan algo en una carpeta cada vez que uno de los imaginarios se detiene, para cumplir con una desconocida y rudimentaria burocracia. Asciendo el par de escalones que conforman la entrada a la caja, al vagón ambulante. Es irónico el ascenso, la idea de un descenso parece más apropiada para la situación.
En el reverso de la puerta, hidráulica pero que nunca funciona, leo unos variopintos mensajes, la bienvenida de El Conductor a los pasajeros del colectivo. "No sea burro, no se quede en la puerta", dice el primero, acompañado de la imagen animada del conocido burrito de Pixar. Otro enriquece la cultura con una aseveración extraída de la más pura expresión de la cultura popular urbana. "Te deseo el doble de lo que a mí me deseas". Muy útil para cualquier tipo de trato social, positivo o negativo.
Encaro por medio segundo al encargado de poner en marcha El Imaginario. Sempiternos bigotes adornan sus facciones, marcadas por abundantes líneas de expresión y coloreadas en tonos ocre claro. Viste una camisa que intenta ser formal, excepto por el simple detalle de que los botones están abiertos casi hasta el ombligo, y su cuello está decorado con un llamativo trapo de cocina de colores vivos, desteñidos por el sudor recibido. "Vamos, vamos, vamos". Como todos, está apurado. Tendrá cuotas de pasajeros que mantener.
Dos pasos más hacia adentro, hay un pasillo, afortunadamente vacío. Los asientos están llenos hasta la mitad. La mitad más cercana a la puerta, por supuesto, hay numerosas razones por las cuales se debe evitar el fondo de uno de estos imaginarios de carnaval. El calor es más hiriente el fondo, es más fácil convertirte en la presa de algún depredador urbano, y si El Imaginario es objeto de una repentina embestida de pasajeros que ateste el espacio, es muy difícil recorrer un pasillo lleno de cuerpos para salir.
Hay que revisar buscando puestos vacíos relativamente de prisa. Tienes menos de un segundo antes de que El Conductor lance El Imaginario hacia adelante, y la fuerza centrípeta del motor suele donar una buena sacudida a los pasajeros parados en el pasillo cuando la caja es propulsada por el desvencijado y quejumbroso motor.
Consigo un buen puesto, no está muy hacia al fondo. En una ventana, las únicas salidas visuales de El Imaginario. Por supuesto, el puesto correspondiente aledaño al pasillo está ocupado. La Señora Cincuentona que está sentada en él tiene varias bolsas de compra sobre su regazo, un corte de pelo bastante corto, pintarrajeado de rubio, que ella de seguro jura que la hace ver más joven, bastantes joyas baratas de fantasía que adornan su piel, y una actitud a la defensiva.
"Permiso", permito sin pensar, mientras me aferro al largo tubo de metal que funciona como único soporte en el imaginario para los desafortunados atrapados en las sacudidas provocadas por su continuos avances y frenadas. El tiempo parece detenerse cuando La Señora Cincuentona voltea a mirarme. Un rictus de desprecio nace en las comisuras de sus labios y se extiende por el resto de su rostro. Debo haber cometido hechos realmente deleznables para haberme ganado esa expresión, supongo en mis adentros. Sólo recuerdo haber pedido permiso, imagino que mis delitos fueron en otra vida.
El colectivo se pone en marcha, Demasiado tarde, la sacudida recorre mi cuerpo desde los pies hasta la mano que me sujeta a la barra. La Señora Cincuentona no modifica su expresión, sólo desliza su cuerpo hacia un costado, moviendo sus piernas hacia el pasillo, mientras se sostiene con la mano colocada sobre el respaldo del asiento de la próxima fila. "Permiso", repito, en el tono de voz más neutro que puedo obtener de mi garganta. La mujer voltea de nuevo su cara hacia mí. Su expresión se intensifica por momentos y parece preparada para hablar, hasta que mi dedo con una señal pausada le señala el brazo que obstaculiza mi paso hacia el tan ansiado puesto.
El brazo es retirado, no sin un chasqueo de dientes. Al fin el puesto. Me acomodo. Miro por la ventana. Una avenida caraqueña más, llena de gente. Calor, tráfico, muchedumbre. La Señora Cincuentona, a mi lado, sin verme se acomoda en su posición inicial, sosteniendo sus compras.
Primera parada. Otra mujer, La Anciana, asciende los peldaños. Sus manos cargan un par de bolsas de basura negras de contenido desconocido. Su espalda carga con al menos 75 años encima, en un cálculo conservador. La reacción inmediata es revisar si hay puestos libres cercanos, con la intención anacrónica, vetusta, adecuada y justa de cederle mi tan apreciado lugar. No es necesario. Otro hombre, mejor situado con un puesto que colinda con el pasillo se levanta. La Anciana toma asiento. No agradece, no bendice, sólo chasquea su labios desdentados un par de veces. La delgadez de sus piernas, manchadas por la edad, me impresiona, poco más que la corta longitud del vestido para una mujer de sus años.
Segunda parada. El Pregonero cumple su trabajo a conciencia. Enumera los destinos del imaginario con una rapidez impresionante. Apura a las personas listas para ascender al pasillo. La caja se llena. Los asientos se acaban. Los tubos se cubren de manos, de palmas. El Pregonero continúa anunciando la ruta, espera que se abarroten los nuevos ingresos para trepar al espacio que ocupa El Conductor. Voltea y parece detectar algo afuera de El Imaginario. "Soy el garitero de esta gente", anuncia con tono divertido a El Conductor, quien le extiende con una mano indolente unas monedas. El Pregonero toma su pago y asoma la cara por la puerta, voceando un nuevo código. "Agua a pie, agua a pie", repite mientras desciende de nuevo hacia la calle. Volteando hacia El Conductor finalmente explica: "Le cobro mil a cada buhonero por el aviso del agua". El agua son los policías que vienen a desalojar a los ambulantes, recuerdo haber escuchado.
Tercera parada. La Señora Cincuentona abandona el asientoa mi lado, dejándolo libre, mientras desciende con otros. En los escalones a El Imaginario se yergue una figura impresionante. Un cuerpo moreno, que parece tallado en lodo. Los pies descalzos y cubiertos de aceite y asfalto. Una singular cuerda de pabilo sostiene sus pantalones sobre la cintura. El torso, más digno de un atleta o un David que de un indigente, sólo está parcialmente cubierto por una camisa manga corta, manchada de sangre y mugre. La gente huye de El Hombre Sucio como la peste o la lepra. Su rostro, sin embargo, no demuestra un ápice de maldad o malas intenciones. No hay violencia grabada en sus facciones. Se tambalea hacia adelante, y asciende.
La razón del aura repelente es obvia, y asalta mi nariz violenta e inclemente. El hedor es desconcertante, no es ese olor característico a mierda o a cloaca. Tampoco es el hedor de la basura acumulada. No es el almizcle rancio de los animales. Es un poco de eso, pero hay algo más. El tinte a metal, óxido cobre viejo me da la clave un instante antes de que El Hombre Sucio se acerque un poco más. Sangre.
La Muchacha de Verde, parada cerca de El Conductor, huye de la aparición y ocupa el puesto a mi lado. Su cara con mezcla de asco, desprecio y resentimiento es evidente. Me pregunto si tengo la misma expresión, no puedo evitar sentir la incomodidad del vaho hediondo. Con ojo experto analizo. Hay manchas carmesí en la camisa. Suficientes para explicar el olor, no tan abundantes como para suponer que el hombre va a colapsar muerto a las puertas de El Imaginario. Suspiro aliviado.
La Muchacha de Verde voltea hacia mí. Veo sus ojos sombreados de un verde brillante y escarchado que combina a la perfección con el resto de su atuendo claro. Su mirada es de complicidad, como si yo fuera algún tipo de amigo, como si compartir el olor asqueroso nos uniera de alguna manera. El Hombre Sucio da pasos decididos hacia el pasillo. El Conductor grita, le pide, le demanda, le ordena que no entre. El tono es seco e imperativo.
El Hombre Sucio hace caso omiso. Entra al pasillo, ve un puesto desocupado y ocupa el asiento pegado a la ventana. Cuando pasa a mi lado mi análisis da frutos. Una cortada seria pero no letal corre a lo largo de su cuello. Otra herida similar se abre en la parte de atrás de su cabeza. Son los manantiales que gotean sangre sobre la camisa. El Conductor exige, sin parase de su asiento, que abandone El Imaginario.
El Hombre Sucio finalmente contesta. Asegura que va al Hospital de la Policía Metropolitana en San Martín, y que El Imaginario pasa por esa ruta, con ojos dignos que piden sin ser suplicantes, firmes sin ser exigentes. Describe su situación con un "tengo el casco abierto, los pacos me dieron". El Conductor repite mecánicamente sus prohibiciones mientras pienso por un segundo. No hay Hospitales de la Policía Metropolitana. No hay Hospitales en San Martín. Y además, la ruta del imaginario no pasa por San Martín. El Hombre Sucio es un Orate.
La Muchacha de Verde a mi lado hace un mohín. Aunque no nos hemos presentado, me habla como si fuera su hermano, "Ay mira, yo me bajo aquí", como si yo fuera a seguirla. Apenas volteo ya abandonó El Imaginario. La Anciana sentada detrás de mí dirije nuevas imprecaciones. Asegura que "los que estamos aquí", aunque habla por ella sola, tenemos prisa y queremos trabajar, que no estamos paseando. Las palabras de La Anciana destapan una consciencia colectiva, un murmullo anónimo y acusador de voces desaprobatorias, un coro de exigencias guiadas por el tono estentóreo del conductor.
Las pupilas del Hombre Sucio demuestran miedo por un segundo. Teme que lo desalojen por medios violentos. Yo no lo creo, no creo que nadie tenga deseos de acercarse más a El Hombre Sucio. Nadie lo va a lastimar, su propia inmundicia es su protección, aunque él no lo sepa. Con cara de tristeza y resignación El Hombre Sucio abandona el Imaginario, seguido de cerca por miradas acusadoras.
Intermedio. La Anciana habla apenas El Imaginario arranca de nuevo. Dice que le dá lástima, a lo que yo opino en silencio que le da lástima siempre y cuando no modifique su preciosa prisa. Que espera que sus hijos no terminen así. Que eso no era sangre, que parecía otra cosa. "Estos locos", dice. Hablo, Reseño la cortada en el cuello. La Anciana no la vio, pero hace como si no me hubiera escuchado. Al menos mis palabras la hacen mantenerse en silencio.
Cuarta Parada. El Tostonero asciende hacia el pasillo de El Imaginario con prisa, carga sobre sus hombros, en bandolera, paquetes llenos de tostones pegados los unos a los otros con cinta adhesiva ancha, industrial. Su camiseta está sucia. En las manos carga uno de los paquetes rellenos de plátano cocido, en la otra una pequeña cava de anime. "Agua, ajo y natural, uno a dos mil y tres a cinco mil", ilustra y describe su producto, de manera precisa, economizando palabras.
Nadie quiere tostones. Son salados, la sal da sed, y la sed da calor. La Anciana quiere un agua. El Tostonero le da su pedido y se cobra una cantidad exorbitante de dinero por una pequeña botella de agua. La Anciana le cancela solícita, sin quejarse por el precio escandaloso. Supongo que el servicio de llevar agua hasta El Imaginario vale el triple que el valor de la misma botella en la calle. Es El Imaginario, en todo caso.
Quinta parada. No existía en los planes de El Conductor. No está marcada en su ruta. El camino está bloqueado por unos conos y señales. Un toldo rojo al fondo y una multitud presagian lo que pasa. El conductor intenta desviar El Imaginario hacia una pequeña calle lateral. Varios pasajeros demandan que se detenga. Una procesión de ocupantes desciende de El Imaginario. El Obrero dirige una mirada en lontananza por la ventana hacia el toldo, y farfulla "Chávez se soltó el moño otra vez, qué lavativa con esa pandilla", antes de ser el último en abandonar El Imaginario en la esquina. Miro hacia el otro lado, veo un afiche sobre una pared. El Presidente me sonríe, sostiene un bate en posición de hacer swing. "Vamos con Todo", reza el letrero. Mi mente deambula sobre el juego de palabras de "Desviamos a Todos", imagino que por eso es que Chávez se está riendo cuando me mira en la foto, se ve que está gozando un puyero en la imagen. El pensamiento genera una sonrisa.
Sexta parada. El Imaginario ahora está medio vacío. El Dulcero trepa por los escalones cargando con una caja de Sambas. "Bueno, eres tú o soy yo, muerto de hambre, ¡Agarra la próxima!", grita hacia la calle. Rápidamente expone su caso. Da las buenas tardes. Exige que se le conteste. Se le contesta. El Dulcero asegura que no es necesario comprarle nada, que eso no es obligado. Pero añade que no hay que ser maleducado y aceptar el producto, verlo y devolvérselo. La cara de El Dulcero es un mapa de cicatrices. Una parece de puñalada. Me pregunto por qué hay que agarrar el producto y devolvérselo. El Dulcero vende barras de chocolate. Si la agarro, para no comprarla con este calor, se va a empezar a derretir, y el que la compre más tarde se va a comer el chocolate derretido e informe. Por eso nunca quiero agarrar los dulces, porque a nadie le gusta comer comida manoseada por otros. No creo que a El Dulcero le importe vender chocolates derretidos, sin embargo.
El Dulcero explica precios, al revés del agua, el chocolate es más barato en el Imaginario que en la calle. Asegura que la fecha de vencimiento está en la parte de atrás de las barritas, y que no están "podrías". Lanza un largo discurso acerca de la falta de educación, y me pregunto por qué. Cuando pasa a mi lado, me alcanza tres barras. Las agarro. "Samba Carlton" dicen. A quién se le ocurre vender chocolate con este calor. El Dulcero explica que hay que comprarlas porque son un producto Nestlé y Savoy. El Dulcero explica feliz, sin duda gracias al éxito de sus tácticas de extorsión y amedrentamiento, que la gente es educada. La felicidad dura poco cuando todos los ocupantes del Imaginario le devuelven las barras. Era mentira lo de que no era obligatorio. Igual se molesta. La paga con la Muchacha del Primer Asiento. Le dice que no lo vea así, por encima del hombro. Que los que no han pasado hambre no conocen la humildad. Que vaya a pasar trabajo de verdad para que aprenda. La Anciana murmura apoyando a El Dulcero. La Muchacha del Primer Asiento baja la cabeza, no contesta, y sorprendentemente le paga las tres barras. Realmente parece más humilde que El Dulcero. Estoy a punto de intervenir a su favor, encarando a El Dulcero cuando por fin abandona el Imaginario, guardando el dinero de su única venta.
Séptima parada. El Cremosito asciende. Es otra versión del tostonero y el dulcero. Lleva una cava. Anuncia su producto, helados de chupi y crema. El Conductor pide uno. Otros le secundan. El Cremosito tiene cara de bonachón, debe ser por lo gordo. Al contrario que los demás sonríe, atiende, agradece.
Octava y última parada. La mía. También la de La Muchacha del Primer Asiento. Se pone de pie con dificultad, debe ser por el exceso de peso, supongo en un principio. Me cuesta un poco darme cuenta de la prótesis de metal. Es que los jeans son engañosos. Me hago un lado para dejarla pasar tan pronto como los dos nos ponemos de pie y nos encontramos en el pasillo. Me dirige una mirada llena de orgullo, pero de rabia, como si mi concesión la insultara. Esta vez entiendo a la perfección y me niego a humillarla. El humillado soy yo, así que me adelanto y le extiendo mi pago a El Conductor. Pregunta cuántos. Mi inconsciente me traiciona, casi digo dos para humillarme más. Digo uno. El Conductor farfulla algo sobre la gente sin sencillo. Me da el vuelto. Desciendo.
Abandoné el Imaginario, el calor golpea mi rostro. La Muchacha del Primer Asiento desciende pocos segundos después. Mi inconsciente casi vuelve a traicionarme para extender el brazo, pero no en ademán de llamada a un Imaginario. Hago que espero para cruzar la Avenida. La Muchacha del Primer Asiento baja con cuidado pero sin pausa. Se aleja cojeando. Mañana será otro Imaginario.
jueves, 6 de noviembre de 2008
Tinte fascista Nº 1
Primera sección fija. Para ilustrar sobre mis creencias políticas y sociales.
La donación de órganos debería ser obligatoria. En serio. ¿Por qué rayos tiene uno que seguir teniendo derechos después de muerto? Los derechos humanos son para los humanos, no para los cadáveres. Los cadáveres deberían ser declarados materia prima de utilidad pública.
"Mi libertad de culto me permite que mi cuerpo, a pesar de poder salvar vidas, se lo coman los gusanos porque la resurrección eterna y blablabla". No.
Si crees en un Dios todopoderoso y benevolente, que además aprecia el sacrificio y el altruismo, créeme, te va a devolver tu hígado/corazón/riñón/córnea y etcétera, si te resucita en cuerpo y alma durante el Día del Juicio. No va a ser tan rata como para dejarte mocho, cuando puede hacer cualquier cosa. Es que te los pone hasta de barro, si quiere. Más todavía si los diste para que alguien sobreviviera y disfrutara de un tiempo extra que a tí ya se te acabó. Es sentido común, que según tú también te lo dio Dios. Además, los cadáveres no rezan, ni tienen fe. No tienen libertad de culto, ¿Estamos claros?
"Mi libertad de escogencia me permite que mi cuerpo sea cremado para lanzar las cenizas al mar en un último acto de cursilería ridícula". No.
Si quieres ser cenizas, y devolver tu energía al mundo y otro mumbo-jumbo, quémate vivo, cuando todavía lo puedes escoger. No dejes que otros lo hagan por tí. No malgastes recursos, sobretodo cuando hablamos de aquellos que son capaces de salvar vidas en peligro. Te pueden quemar sin hígado/corazón/riñón/córnea y etcétera, créeme que el mar no se va a dar cuenta de que te faltan, ni hace falta que los tengas para que te "disperse el viento" de manera romántica. ¿Vale?
"Tengo derecho a visitar al cuerpo de mi familiar en su tumba para recordarlo". No. Bueno, depende.
Vaya a la tumba. No se va a ver más fea ni las flores se pudren si no tiene el hígado/corazón/riñón/córnea y etcétera adentro. Igual no va a ver el cuerpo ni nada. Vaya a visitarlo, llore, lamente, recuerde, sonría. No hacen falta los órganos para eso. Si pudiéramos poner en riesgo vidas por sentimentalismos, protegidos por la ley, cada vez que me molesto manejando yo tendría todo el derecho a llevarme al motorizado que llevo al lado en la autopista.
"Tengo derecho porque tengo derecho y quiero escoger. Yo escojo que no me saquen los órganos porque me da grima, o porque soy un sociópata que no quiero ayudar a nadie".
Fino. Tienes tu derecho. ¿Y cómo vas a impedir que te los saquen, pregunto? ¿Te vas a levantar como zombie? ¿Me vas a jalar los pies después de muerto por haber donado a la fuerza tus tripitas? Trata o de quemarte vivo, o de que te dé cáncer con metástasis de la cabeza a los pies. Y con todo y eso, de seguro algo se puede rescatar.
Cuando yo sea Dictador del Nuevo Orden Mundial, (porque ese es el título al que aspira mi alter ego fascista), voy a instituir una base de datos sobre compatibilidad de órganos de manera obligatoria, y se los voy a expropiar a los cadáveres si hay pacientes en espera, y si no, que sean donados a la ciencia. Los cadáveres no tienen derechos.
La donación de órganos debería ser obligatoria. En serio. ¿Por qué rayos tiene uno que seguir teniendo derechos después de muerto? Los derechos humanos son para los humanos, no para los cadáveres. Los cadáveres deberían ser declarados materia prima de utilidad pública.
"Mi libertad de culto me permite que mi cuerpo, a pesar de poder salvar vidas, se lo coman los gusanos porque la resurrección eterna y blablabla". No.
Si crees en un Dios todopoderoso y benevolente, que además aprecia el sacrificio y el altruismo, créeme, te va a devolver tu hígado/corazón/riñón/córnea y etcétera, si te resucita en cuerpo y alma durante el Día del Juicio. No va a ser tan rata como para dejarte mocho, cuando puede hacer cualquier cosa. Es que te los pone hasta de barro, si quiere. Más todavía si los diste para que alguien sobreviviera y disfrutara de un tiempo extra que a tí ya se te acabó. Es sentido común, que según tú también te lo dio Dios. Además, los cadáveres no rezan, ni tienen fe. No tienen libertad de culto, ¿Estamos claros?
"Mi libertad de escogencia me permite que mi cuerpo sea cremado para lanzar las cenizas al mar en un último acto de cursilería ridícula". No.
Si quieres ser cenizas, y devolver tu energía al mundo y otro mumbo-jumbo, quémate vivo, cuando todavía lo puedes escoger. No dejes que otros lo hagan por tí. No malgastes recursos, sobretodo cuando hablamos de aquellos que son capaces de salvar vidas en peligro. Te pueden quemar sin hígado/corazón/riñón/córnea y etcétera, créeme que el mar no se va a dar cuenta de que te faltan, ni hace falta que los tengas para que te "disperse el viento" de manera romántica. ¿Vale?
"Tengo derecho a visitar al cuerpo de mi familiar en su tumba para recordarlo". No. Bueno, depende.
Vaya a la tumba. No se va a ver más fea ni las flores se pudren si no tiene el hígado/corazón/riñón/córnea y etcétera adentro. Igual no va a ver el cuerpo ni nada. Vaya a visitarlo, llore, lamente, recuerde, sonría. No hacen falta los órganos para eso. Si pudiéramos poner en riesgo vidas por sentimentalismos, protegidos por la ley, cada vez que me molesto manejando yo tendría todo el derecho a llevarme al motorizado que llevo al lado en la autopista.
"Tengo derecho porque tengo derecho y quiero escoger. Yo escojo que no me saquen los órganos porque me da grima, o porque soy un sociópata que no quiero ayudar a nadie".
Fino. Tienes tu derecho. ¿Y cómo vas a impedir que te los saquen, pregunto? ¿Te vas a levantar como zombie? ¿Me vas a jalar los pies después de muerto por haber donado a la fuerza tus tripitas? Trata o de quemarte vivo, o de que te dé cáncer con metástasis de la cabeza a los pies. Y con todo y eso, de seguro algo se puede rescatar.
Cuando yo sea Dictador del Nuevo Orden Mundial, (porque ese es el título al que aspira mi alter ego fascista), voy a instituir una base de datos sobre compatibilidad de órganos de manera obligatoria, y se los voy a expropiar a los cadáveres si hay pacientes en espera, y si no, que sean donados a la ciencia. Los cadáveres no tienen derechos.
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